La barbarie civilizada

“Era preferible someter al tormento de la rueda a
un viejo calvinista inocente que exponer a ocho jueces
a reconocer que se habían equivocado.”
Voltaire / Tratado sobre la tolerancia (1763)
 

Un nene de seis años es violado en el baño del club donde juega al fútbol por el vicepresidente de la institución. Llevado de vuelta a su casa por el mismo violador, el nene se anima a contarle todo a la abuela, quien decide hacer la denuncia. El hombre es condenado a seis años de prisión y apela la sentencia. Los jueces de Casación, sensibles a sus contundentes argumentos, consideran que “no puede ser ultrajado un niño que está acostumbrado a ser ultrajado en su casa, que está habituado a la sexualidad y que tiene una orientación homosexual”, y reducen la pena a tres años y dos meses.

Con su fallo, los jueces no sólo aseguran que la orientación sexual puede ser determinada a los seis años de edad, sino que esa orientación puede justificar un abuso sexual. Además, con esta novedosa doctrina, no es el pasado de abusador del victimario lo que agrava la pena, sino el pasado de abusado de la víctima el que la atenúa.
Los fiscales, menos sensibles que los jueces al pasado de la víctima o a su sexualidad, apelaron el fallo.

Una mujer vuelve a su casa y sorprende al marido violando a su hija de trece años. El hombre, que violaba a la menor desde hacía un año, les da una paliza a ambas. La nena, su hijastra, termina en el hospital y los médicos detectan que está embarazada. Madre e hija solicitan la interrupción del embarazo tal como lo permite la Constitución y el Código Penal, de acuerdo a la detallada interpretación de la Corte Suprema.

Sin embargo, la asesora de Incapaces (SIC) plantea un recurso de amparo “en nombre del niño por nacer” y un juez de familia (SIC) hace lugar al pedido y dispone que “un equipo multidisciplinario” acompañe a la menor hasta el parto y luego dé al niño en adopción. Advierte, además, que se incurriría en el delito de desobediencia judicial si se interrumpiese el embarazo.

En nombre de un hipotético “niño por nacer”, un juez condena al tormento de un embarazo y un parto no deseados a una nena violada por su padrastro durante meses, contraviniendo la misma ley que debe hacer respetar.
La nena pudo finalmente abortar en otra provincia.

Voltaire escribió el Tratado sobre la tolerancia en 1763 para denunciar el caso de Jean Calas, comerciante de Toulouse acusado de estrangular a su hijo. Que el acusado fuera un anciano de 68 años que casi no podía caminar y su hijo un joven de 28; o que los jueces no lograran determinar el móvil del supuesto asesinato, no modificaba un indicio irrefutable: el hombre era calvinista en una ciudad mayoritariamente católica. Una muchedumbre lo acusó de matar a su hijo para evitar que se convirtiese al catolicismo. Todo estaba tan claro que no hacía falta prueba alguna: el hijo muerto fue enterrado como un santo y el padre sufrió primero el suplicio de la rueda, luego fue quemado ante el gran público y sus cenizas esparcidas al viento.

Dos años después se logró la revisión del proceso. El hijo de Jean Calas se había suicidado, ahorcándose.

A diferencia de los jueces de Toulouse que no resistieron la presión de la muchedumbre (la opinión pública del siglo XVIII), los jueces que fallaron en estos casos escandalizan a esa misma opinión pública.

No se trata, en estas circunstancias, de leyes injustas sino de prejuicios cavernícolas. De una casta de jueces impermeables ya no al paso de los años sino de los siglos, para quienes los nenes raritos, las nenas pobres, las chicas fiesteras o los fumadores de porro merecen un castigo ejemplar, igual que el viejo calvinista de Toulouse.

Es extraño que sigamos considerando a los jueces como una aristocracia cuya lejanía con el ciudadano común garantiza una benéfica virtud celestial, y no como lo que son: funcionarios públicos que deben administrar justicia en base a las leyes y no a su propia ignorancia salvaje.


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