Crítica cinematográfica y crítica política

En las revistas o en los blogs de cine, los periodistas cinematográficos nos hablan de la mirada del director, del talento de un actor, del arte o de la iluminación. Analizan el guión, la dirección de actores, el casting, la edición, las tomas o incluso la banda de sonido.

“Yo tenía entendido que sólo había buena y mala literatura. Eso de literatura comprometida me suena lo mismo que equitación protestante.”
--J.L. Borges
En las revistas o en los blogs de cine, los periodistas cinematográficos nos hablan de la mirada del director, del talento de un actor, del arte o de la iluminación. Analizan el guión, la dirección de actores, el casting, la edición, las tomas o incluso la banda de sonido.

Al leer una revista de cine nunca esperamos encontrar información sobre los impuestos impagos de un guionista, las sospechas sobre la escasa virtud cívica del director o los obscuros emprendimientos inmobiliarios de la actriz principal.

Nunca dejaríamos de recomendar El Padrino, por ejemplo, aún si sospecháramos que la Paramount adeudó las cargas sociales de las vestuaristas y maquilladoras; ni, al contrario, alabaríamos la penosa La sociedad de los poetas muertos, aún si supiéramos que su protagonista principal Robin Williams entregó parte de su cachet a una ONG que protege a los delfines.

De la misma forma seguiríamos considerando a Francis Ford Coppola como un gran director aún si su productora Zoetrope fuera condenada por fraude fiscal o si su hija Sofia confesara que fue un padre desatento.

Cuando miramos la ceremonia de los Oscars, por ejemplo, queremos saber si Kirk Douglas sigue vivo (o si al menos todavía tiene una cara) o si Meryl Streep seguirá acumulando estatuillas sobre su chimenea; mientras esperamos que gane la mejor película –o al menos la que a nosotros nos parece la mejor-.

Para determinar cuál debería ser para cada uno de nosotros la ganadora nunca incluimos en la calificación el compromiso ciudadano del director, la bondad de tal actriz o la vida intachable de tal guionista.

Ocurre que analizamos la obra de un cineasta en base a criterios cinematográficos, no morales o judiciales. De la misma forma que Borges recomienda gozar de la literatura en base a su valor estético y no a las intenciones del autor.

La política, vaya uno a saber por qué, no tiene esa prerrogativa.

La mayor parte de quienes se dicen críticos de la política (a diferencia de los de cine o de los cinéfilos) prefieren ser asistentes de fiscales o moralistas antes que analistas políticos. Su materia de estudio no es la gestión de los políticos -sus iniciativas, sus leyes y sus resultados- sino su virtud personal y las eventuales sospechas que pudiesen enturbiarla.

Así, solemos escuchar opiniones sobre los políticos no en función de su obra -como sí lo hacemos con los cineastas o los escritores- sino en función de su honestidad o incluso de sus intenciones. No es infrecuente escuchar que tal político es malo y tal otro bueno. Un político malo sería criticable aún si generara empleo y mejorara la educación, mientras que uno bueno, aún si decretara el Estado de sitio, no debería ser criticado.

Las leyes que votaron, las iniciativas que apoyaron, las mejoras, los avances, el crecimiento o las calamidades que nos dejan, tienen insólitamente menos peso que su pasado, sus intenciones o las sospechas sobre su virtud.

Se suele argumentar que, a diferencia de los directores, escritores o taxidermistas, los políticos administran “nuestra plata” y por eso debemos exigirles una vida irreprochable y una moralidad de monje trapense.

En rigor de verdad, los cineastas que reciben subsidios, los empresarios que se benefician de ventajas fiscales y hasta aquellos que fugan divisas para evitar pagar impuestos también administran “nuestra plata”, por lo que habría que juzgarlos con la misma severidad.

Por eso, deberíamos analizar la obra de los políticos como hacemos con la de los cineastas o los escritores e incluso la de los taxidermistas, es decir, en base a criterios políticos. Y, también como hacemos con cineastas, escritores y taxidermistas, dejar las sospechas sobre eventuales delitos a la Fiscalía y las intenciones, satánicas o angelicales, a sus analistas o curas párrocos.


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