De la Fundación Mítica de la Autónoma Ciudad de Buenos Aires

La Ciudad Autónoma de Buenos Aires nació bajo el signo de la rimbombancia. No me refiero a la ciudad Bueno Aires, que empezó bajo el signo de la aventura y el hambre hace casi quinientos años. Esa Buenos Aires, más bien, fue bastante humilde en sus orígenes. Tanto lo fue que terminó tomando como nombre apenas las últimas dos palabras, “Buenos Aires”, del más largo nombre de una virgen española. Tampoco me refiero a la Capital Federal, ese curioso caso de un distrito federal creado en una ciudad grande ya existente y surgido de la derrota militar de la Provincia de Buenos Aires. No, la Capital Federal no nació rimbombante, sino todo lo contrario. Su nombre, más bien, resultó de una litote intencional, un empequeñecimiento retórico que quiso reducir a la principal ciudad del país a una mera dependencia administrativa del Estado nacional. Me refiero a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el nuevo distrito estrella surgido de la Reforma Constitucional dada a luz por el Pacto de Olivos. La Ciudad Autónoma de Buenos Aires estuvo marcada por la casa astral de la rimbombancia desde su mismo nombre.

Porque ya su nombre es rimbombante. La decisión de abandonar el “Capital Federal” pero sin volver simplemente a usar el “Buenos Aires” llevó a elegir como nombre oficial de “Ciudad Autónoma de Buenos Aires”. Así, se creo sinsentido de una ciudad que sólo puede ser nombrada coloquialmente con una sigla desangelada y exenta de poesía, “CABA”. ¿Qué diría Manuel Mujica Láinez si tuviera que titular su libro “Misteriosa CABA”? ¿Podría José Luis Borges escribir “Fundación mítica de CABA"? (Por cierto, “A mí se me hace cuento que empezó la CABA/La juzgo tan eterna como el agua y como el aire” no tiene el mismo impacto”.

La misma rimbombancia encontramos en el nombre dado a su Jefe de Gobierno. El gobernante de la CABA no es gobernador (sería demasiado) pero tampoco es intendente, como se llamaba antes y como se llaman los que gobiernan todas las ciudades del país. No, el intendente de Buenos Aires se renombró “Jefe de Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires”, el único cargo en llamarse así en todo el país. Asimismo, el Concejo Deliberante de la CABA pasó a llamarse “Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires”. Pero, si la CABA tiene una legislatura en vez de un Concejo Deliberante, ¿no debería ser una provincia? Y si es una ciudad, ¿por qué no sería suficiente tener un Concejo Deliberante, como todas las demás?

La historia de la “ciudadautonomización” de Buenos Aires tiene sus crueldades. Para empezar, la autonomía de Buenos Aires fue una de las prendas de negociación que la UCR obtuvo de Carlos Menem como contraparte de su apoyo a la Reforma Constitucional de 1994. La UCR y, más secundariamente el FREPASO, armaron una Constitución con total libertad, preparándose para lo que, suponían, sería un gobierno progresista porteño que duraría décadas. El proceso de redacción de la Constitución porteña fue seguida con el rápido ascenso de Fernando De La Rúa, que pasó de ser elegido Jefe de Gobierno a ser votado presidente casi sin escalas. En 1999 parecía que el progresismo de la Alianza iba a gobernar por años. Hoy, veinte años después, encontramos que no sólo no gobiernan, sino que en la Legislatura porteña no existe, no ya un bloque frepasista, sino un bloque radical. Otra vez exagera Buenos Aires: el centenario partido radical no tiene un solo diputado en la ciudad que supo ser su bastión. (Hay diputados y diputadas de origen radical; inclusive, hay diputados que sin duda se consideran radicales en su fuero interno. Sin embargo frase “Unión Cívica Radical” no aparece en ninguno de los nombres de los bloques.)

El diseño institucional de la CABA pretendía ser una demostración de democracia participativa. Se plantearon las también rimbombánticamente llamadas “Comunas” (¿Comunas, como las de París?). Se planificó una descentralización en los Centros de Gestión y Participación. Se redactaron mecanismos de participación ciudadana en la Legislatura, y la CABA prometió ser la primera ciudad del país en implementar un Presupuesto Participativo.

Como muchas cosas surgidas al calor del ascenso del proyecto político de la Alianza, la mayoría de esas promesas de alta calidad institucional quedaron en muy poco. O no se aplicaron o, cuándo lo hicieron, resultaron en el simple agregado de capas burocráticas sobre las estructuras que ya existían. La negligencia estatal demostrada en el incendio de República Cromañón fue el la estocada final: el exceso de retórica, finalmente, encubrió una muy pobre gestión.

Tal vez sea hilar demasiado fino, pero el ascenso del PRO en la Ciudad de Buenos Aires sólo es comprensible en el marco de este fracaso de este proyecto fundacional de la CABA. Hoy tal vez no resulta fácil recordarlo, pero las primeras campañas de Mauricio Macri estaban marcadas por una cierta humildad retórica: hablaba a los “vecinos” y prometía concentrarse en la pura gestión y gobernar sin ideología. (“No hay derechas ni izquierdas, sólo hay problemas de la gente que hay que resolver”, repetía Macri.) Y esta (aparente) humildad retórica del PRO se continúa hasta hoy y es, tal vez, una de las claves de su éxito: el PRO no ha avanzado en grandes reformas institucionales y ha elegido concentrarse en temas que le dan un aura de gestión, como el transporte.

En suma, y para pensar caminos políticos porteños de aquí en adelante, la enseñanza sería: evitar el exceso retórico rimbombante. La Ciudad de Buenos Aires no es ni debe ser el faro de racionalidad política alumbrando a un país feudal, ni un laboratorio de experimentos institucionales. Deberá ser una ciudad integrada, vivible, y justa. Con eso ya será más que suficiente.


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