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- 07.08.2015
Algo empieza a terminar
Este domingo serán las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias, o sea, la “vuelta 0” de las elecciones presidenciales. Y este domingo algo comenzará a terminar: los doce años de la “década larga” kirchnerista.
Este domingo serán las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias, o sea, la “vuelta 0” de las elecciones presidenciales. Y este domingo algo comenzará a terminar: los doce años de la “década larga” kirchnerista.
Nuestra democracia es joven: apenas tiene 32 años. Todavía resulta fácil nombrarla con sólo tres apellidos: “el alfonsinismo”, “el menemismo” y “el kirchnerismo”. Tres apellidos, tres momentos, tres épocas. Entre ellas se encuentran tres puntos de quiebre que no alcanzaron, sin embargo, ese estatus epocal: “el gobierno de la Alianza” (nadie habla de “el delarruismo”, y he ahí probablemente una clave de ese fracaso), “la crisis del 2001” y “el duhaldismo”. Estos puntos de quiebre dividen las eras geológicas de la historia política argentina: seis años de alfonsinismo (¿tan poco?), diez años de menemismo (¡que largo se hizo!) y doce años de kirchnerismo (mucho; más que Perón, más que Menem, sólo igualado por Roca pero en años no consecutivos.)
La historia es una deidad riente que gusta de confundir a las personas: vivimos y actuamos en el presente pero el sentido último de aquello que hacemos hoy sólo se revela cuando lo acontecimientos ya han sucedido; el Ángel de la Historia, decía Walter Benjamin, camina hacia adelanta pero mira hacia atrás. La historia tiene una suerte de maleficio, dice Maurice Merleau-Ponty, solicita a los hombres, los tienta, y de repente se les oculta, se les revela que el sentido del momento era otro. ¿Qué diremos de estos años, tan tumultuosos, dentro de una década? ¿Cuál será su sentido?
No lo sabemos. Sólo sabemos que este pasaje del hacer al juzgar, de la política a la historia de la década kirchnerista comienza el domingo.
A grosso modo, en Argentina hay mucha gente que sostiene que desde 1983 hasta aquí sólo hemos empeorado, que “este país no sale más”, que “somos África” (una frase, por otra parte, de un racismo tan visceral que resulta llamativo que a nadie le moleste decirla todo el tiempo), que esta década (y las anteriores) fueron “oportunidades perdidas”. Tulio Halperín Donghi llamaba a esto la “matriz decadentista de la historia argentina”: explicar toda la historia nacional como un perpetuo fracaso, un perpetuo “hacer todo mal”.
Pero hoy, mirando hacia atrás vemos que muchas cosas se hicieron mal pero otras se hicieron (por voluntad o por azar) más o menos bien. Más allá de los gobiernos de turno, treinta y dos años de democracia no es poco; haber sometido definitivamente a las fuerzas armadas al poder civil fue un logro; haber logrado llevar a juicio a los criminales que cometieron atroces violaciones a los derechos humanos tampoco; haber sobrevivido a una crisis tan profunda como la del 2001 con un sistema político y una solidaridad social intactos tampoco, haber atravesado doce años y sin otra hiperinflación o crisis económica profunda es casi inaudito.
El kirchnerismo ya está viendo la pista de aterrizaje, bajó el tren de aterrizaje y subió los alerones. Puede decir con orgullo que completó sus tres períodos de gobierno (no es poca cosa: como dice Andrés Malamud, desde antes del 83 ni los peronistas ni los radicales sabían cómo terminar sus gobiernos; del 83 hasta aquí los peronistas aprendieron a terminar los suyos y los de los radicales también), nunca declaró el estado de sitio (a diferencia de Alfonsín y De La Rúa), mejoró cantidad de indicadores sociales y mantuvo la economía, si no en estado óptimo, por lo menos sin salirse de control. Los críticos del gobierno mencionarán el deterioro de variables económicas, la destrucción del sistema de estadísticas públicas, la inflación, y probablemente la “desunión” o “la crispación” o “la falta de república”, cuestiones más intangibles pero sensibles. Algunos piensan que fue el peor gobierno de la historia y otros que fue el mejor; probablemente la verdad esté en algún lugar variable del medio.
Cada uno hará, luego de diciembre, un balance. Tal vez suceda que se reivindique a este gobierno en muchas cosas, como pasó con el de Alfonsín; o tal vez suceda como con el gobierno de Carlos Menem, que en su momento era alabado por (casi) todo el mundo, incluido varios que hoy se distancian.
Pero este domingo algunas cosas comenzarán a terminar. El año que viene tendremos otro gobierno, encabezado por alguien que no será mujer, que no dará (casi seguramente) discursos encendidos frente a los militantes juveniles, que no tuiteará en primera persona ni hará largas cadenas nacionales nombrando nombres y tomando lista. Alguien que no mostrará un gusto casi personal por antagonizar a sus adversarios y a la opinión pública. Alguien más conciliador, más ubicado en la imagen de “un político profesional”, menos “crispado”. Algunos gustarán del cambio y otros sentirán que han perdido algo.
Tanto los que apoyan a este gobierno como los que no, estaban ya acostumbrados a un cierto orden de cosas, un estilo, un modo de ser en el mundo (ya que hablamos de Merleau) que gobernó este país por doce años. Eso cambiará necesariamente y, por supuesto, esto crea incertidumbre. Pero no hay que olvidar que la democracia misma es incertidumbre: un juego en el que sabemos quien va a ganar de antemano no es una república sino otra cosa.
Miremos con atención todo lo que sucede desde el domingo a diciembre, porque serán momentos únicos, sobre los que pensaremos luego.
Nuestra democracia es joven: apenas tiene 32 años. Todavía resulta fácil nombrarla con sólo tres apellidos: “el alfonsinismo”, “el menemismo” y “el kirchnerismo”. Tres apellidos, tres momentos, tres épocas. Entre ellas se encuentran tres puntos de quiebre que no alcanzaron, sin embargo, ese estatus epocal: “el gobierno de la Alianza” (nadie habla de “el delarruismo”, y he ahí probablemente una clave de ese fracaso), “la crisis del 2001” y “el duhaldismo”. Estos puntos de quiebre dividen las eras geológicas de la historia política argentina: seis años de alfonsinismo (¿tan poco?), diez años de menemismo (¡que largo se hizo!) y doce años de kirchnerismo (mucho; más que Perón, más que Menem, sólo igualado por Roca pero en años no consecutivos.)
La historia es una deidad riente que gusta de confundir a las personas: vivimos y actuamos en el presente pero el sentido último de aquello que hacemos hoy sólo se revela cuando lo acontecimientos ya han sucedido; el Ángel de la Historia, decía Walter Benjamin, camina hacia adelanta pero mira hacia atrás. La historia tiene una suerte de maleficio, dice Maurice Merleau-Ponty, solicita a los hombres, los tienta, y de repente se les oculta, se les revela que el sentido del momento era otro. ¿Qué diremos de estos años, tan tumultuosos, dentro de una década? ¿Cuál será su sentido?
No lo sabemos. Sólo sabemos que este pasaje del hacer al juzgar, de la política a la historia de la década kirchnerista comienza el domingo.
A grosso modo, en Argentina hay mucha gente que sostiene que desde 1983 hasta aquí sólo hemos empeorado, que “este país no sale más”, que “somos África” (una frase, por otra parte, de un racismo tan visceral que resulta llamativo que a nadie le moleste decirla todo el tiempo), que esta década (y las anteriores) fueron “oportunidades perdidas”. Tulio Halperín Donghi llamaba a esto la “matriz decadentista de la historia argentina”: explicar toda la historia nacional como un perpetuo fracaso, un perpetuo “hacer todo mal”.
Pero hoy, mirando hacia atrás vemos que muchas cosas se hicieron mal pero otras se hicieron (por voluntad o por azar) más o menos bien. Más allá de los gobiernos de turno, treinta y dos años de democracia no es poco; haber sometido definitivamente a las fuerzas armadas al poder civil fue un logro; haber logrado llevar a juicio a los criminales que cometieron atroces violaciones a los derechos humanos tampoco; haber sobrevivido a una crisis tan profunda como la del 2001 con un sistema político y una solidaridad social intactos tampoco, haber atravesado doce años y sin otra hiperinflación o crisis económica profunda es casi inaudito.
El kirchnerismo ya está viendo la pista de aterrizaje, bajó el tren de aterrizaje y subió los alerones. Puede decir con orgullo que completó sus tres períodos de gobierno (no es poca cosa: como dice Andrés Malamud, desde antes del 83 ni los peronistas ni los radicales sabían cómo terminar sus gobiernos; del 83 hasta aquí los peronistas aprendieron a terminar los suyos y los de los radicales también), nunca declaró el estado de sitio (a diferencia de Alfonsín y De La Rúa), mejoró cantidad de indicadores sociales y mantuvo la economía, si no en estado óptimo, por lo menos sin salirse de control. Los críticos del gobierno mencionarán el deterioro de variables económicas, la destrucción del sistema de estadísticas públicas, la inflación, y probablemente la “desunión” o “la crispación” o “la falta de república”, cuestiones más intangibles pero sensibles. Algunos piensan que fue el peor gobierno de la historia y otros que fue el mejor; probablemente la verdad esté en algún lugar variable del medio.
Cada uno hará, luego de diciembre, un balance. Tal vez suceda que se reivindique a este gobierno en muchas cosas, como pasó con el de Alfonsín; o tal vez suceda como con el gobierno de Carlos Menem, que en su momento era alabado por (casi) todo el mundo, incluido varios que hoy se distancian.
Pero este domingo algunas cosas comenzarán a terminar. El año que viene tendremos otro gobierno, encabezado por alguien que no será mujer, que no dará (casi seguramente) discursos encendidos frente a los militantes juveniles, que no tuiteará en primera persona ni hará largas cadenas nacionales nombrando nombres y tomando lista. Alguien que no mostrará un gusto casi personal por antagonizar a sus adversarios y a la opinión pública. Alguien más conciliador, más ubicado en la imagen de “un político profesional”, menos “crispado”. Algunos gustarán del cambio y otros sentirán que han perdido algo.
Tanto los que apoyan a este gobierno como los que no, estaban ya acostumbrados a un cierto orden de cosas, un estilo, un modo de ser en el mundo (ya que hablamos de Merleau) que gobernó este país por doce años. Eso cambiará necesariamente y, por supuesto, esto crea incertidumbre. Pero no hay que olvidar que la democracia misma es incertidumbre: un juego en el que sabemos quien va a ganar de antemano no es una república sino otra cosa.
Miremos con atención todo lo que sucede desde el domingo a diciembre, porque serán momentos únicos, sobre los que pensaremos luego.
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