OPINIÓN

El pasado inventado

Tanto la vicepresidenta como la gobernadora lamentan tener que tomar las decisiones que toman a la vez que explican que son “ineludibles”. El pensamiento conservador suele disfrazar decisiones políticas como respuestas técnicas neutras o, aún mejor, como fatalidades.

Sebastián Fernández

“La situación es peor que la anunciada por el gobierno saliente”. Fernando De la Rúa / discurso inaugural del 10 de diciembre de 1999.

Al terminar la II Guerra Mundial, Charles de Gaulle se hizo cargo del gobierno provisional francés y logró algo casi milagroso: transformar a Francia, que había transitado la guerra dividida entre la zona ocupada por los alemanes y el régimen filo-nazi de Vichy, en un país resistente. No fue una jugada menor, teniendo en cuenta la poca estima que le tenían los aliados norteamericanos, quienes un tiempo antes lo consideraban un Mussolini en potencia y planeaban para Francia un destino de protectorado similar al que pensaban para Alemania y Japón. Como la policía parisina, que durante la ocupación fue ferviente auxiliar de la Gestapo hasta que, pocos días antes de la Liberación, llevó adelante una valiente huelga contra el ocupante, a fines de 1944 Francia descubrió que, en realidad, era un país aliado. De Gaulle había inventado un pasado.

Hace unos días, la vicepresidenta Gabriela Michetti opinó que “la economía que encontramos estaba peor que la de 2001”. Ya en otras declaraciones, Michetti había denunciado la “riqueza artificial” impulsada por el gobierno anterior. Es decir que, pese a estar peor que en el 2001 -año en el que el desempleo trepó al 20% y la pobreza en Capital y Gran Buenos Aires llegó a más del 50%- la economía permitió impulsar el poder adquisitivo de las mayorías. El kirchnerismo logró que, a la vez que eran cada vez más pobres, las mayorías consumieran cada vez más.

Por su lado, y siguiendo un guión común, la gobernadora Mariu Vidal, explicó que "era mentira que podían tener calefacción y electricidad sin tarifas reales" . No sabemos con precisión qué serían “tarifas reales” dado que, a decir verdad, el mecanismo para fijarlas no se trata de una fórmula técnica sino de una ecuación política que decide quién paga la parte del león, pero comprendemos que a través de estos comentarios sobrevuela la misma idea del aumento de la pobreza a la par del aumento del consumo.

Tanto la vicepresidenta como la gobernadora y, en general, cada funcionario de Cambiemos involucrado, lamentan tener que tomar las decisiones que toman a la vez que explican que son “ineludibles”. Es más, muchos de sus simpatizantes opinan que cualquier gobernante haría lo mismo, más allá de su signo político. Como dijo Ricardo López Murphy durante su breve paso por el ministerio de Economía de la Alianza: “no se trata de política, ni siquiera de economía, es simple aritmética”. El pensamiento conservador suele disfrazar decisiones políticas como respuestas técnicas neutras o, aún mejor, como fatalidades.

La dificultad de este pensamiento reside en que para que la sociedad acepte una fatalidad debe existir una calamidad previa y, sobre todo, ser evidente. La terrible “cirugía mayor sin anestesia” llevada adelante por Carlos Menem, por ejemplo, encontró su justificación en la hiperinflación de 1989. Nadie necesitó de la exégesis de ningún economista serio para comprender la calamidad que padecía en ese momento, como tampoco la necesitó una década más tarde, en diciembre del 2001. Fueron catástrofes manifiestas.

Hoy, por el contrario, necesitamos de toda la creatividad de nuestros economistas serios para intentar comprender que durante doce años vivimos un extraño período que aumentó artificialmente el empleo y el poder adquisitivo de las mayorías a la vez que expandió su pobreza.

Atenuada la alegría ciudadana y sin noticias de las inversiones inminentes que nos transformarían en Australia, la carta del gobierno parece ser la misma que usó De Gaulle hace 70 años. Aunque su talento para inventar un pasado no parece, por ahora, igualar al del estadista francés.

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