El dilema opositor

Los medios opositores describen desde hace años un país gobernado por Atila, un tirano cruel e inflexible que sojuzga a su pueblo y lo condena a la barbarie.

Los medios opositores describen desde hace años un país gobernado por Atila, un tirano cruel e inflexible que sojuzga a su pueblo y lo condena a la barbarie.

No se trata solamente de oponerse a iniciativas oficiales que no comparten sino de alertarnos cada semana- con precisión helvética- sobre la esencia nazi, estalinista, castrista o simplemente autoritaria, del gobierno.

No es algo nuevo. La prensa opositora denunciaba el autoritarismo oculto detrás de cada iniciativa del primer peronismo (como el voto femenino, el aguinaldo o las vacaciones pagas que hoy todos apoyamos) y, durante el alfonsinismo, alertaba sobre los depósitos de armas de la Junta Coordinadora Nacional.

No es tampoco un invento local. Según la prensa opositora más extrema, Obama es un fanático musulmán que busca instaurar el comunismo en EE.UU. y exterminar a los ancianos en centros de eutanasia pagados con fondos federales.

Apenas decidió presentarse a su reelección, Lula fue un alcohólico violento y un líder autoritario que la ciudadanía debía frenar a toda costa. Por no mencionar a Chávez, descripto por la prensa opositora venezolana como un extraño déspota antidemocrático que se dedicaba a ganar elecciones.

El diagnóstico apocalíptico no tolera matices. Si lo que padecemos es la dictadura de Pol Pot el rechazo debe ser absoluto. Analizar las iniciativas de una dictadura violenta en lugar de combatirla equivale a prolongarla innecesariamente. Tampoco importa definir con qué la reemplazaríamos, sólo urge reemplazarla.

El problema es que los medios exigen que los candidatos opositores compartan ese mismo diagnóstico y a la vez puedan ser una opción atractiva de gobierno. Es decir que denuncien eso que las mayorías no ven y logren, además, seducirlas. Una tarea no sólo titánica sino básicamente contradictoria.

El diagnóstico apocalíptico no carece de entusiastas. Los foristas de La Nación y los participantes de cada nuevo cacerolazo sienten que muchas de los calamidades que describen los medios son reales. Algunos están sinceramente convencidos que un Ejecutivo con mayoría parlamentaria equivale a una dictadura o que la ausencia de conferencias de prensa nos condenaba a ser Corea del Norte (aunque la existencia actual de esas mismas conferencias no nos condene a ser Noruega). Viven en una indignación perpetua que sólo va modificando sus causas.

Pero así como son muchos ciudadanos, con muchos recursos y mucha visibilidad, son muy pocos electores, como lo demostró el 1,8% de votos que consiguió la Mentalista Carrió en las últimas elecciones presidenciales, luego de transformarse en su abanderada. Focalizar en ese electorado y creer que la visión de los medios es el sentido común de las mayorías es vitrificarse en una oposición eterna.

El gran acierto de Sergio Massa en las elecciones del 2013 fue intentar una oposición al margen del diagnóstico apocalíptico, ilustrada por la famosa ancha avenida del medio. La perogrullada de “mantener lo bueno y cambiar lo malo” fue, en el menu de opciones que ofrece hoy la oposición, una notable declaración de principios. A nadie se le ocurriría mantener algo de la dictadura de Pol Pot.

A un año de su lanzamiento, Massa diluyó ese perfil diferente y hoy compite en superlativos con los otros candidatos, prometiendo derogar más leyes en menos tiempo o juntando firmas para frenar nuevos códigos repletos de nuevas calamidades kirchneristas. Ese corrimiento ha permitido la asombrosa paradoja de que un opositor frontal como Mauricio Macri pueda ocupar la ancha avenida del medio- hoy vacía- y prometa que mantendrá gran parte de las iniciativas emblemáticas de estos doce años de gobierno kirchnerista, que desde hace diez años denuncia como autoriario.

El cambio de Massa refleja el dilema opositor en su conjunto: si los candidatos repiten el diagnóstico apocalíptico se quedan sin electores; pero si al contrario prefieren ejercer una oposición más matizada y- en el fondo- más política, se quedan sin medios.

Y sin medios los candidatos no logran hacerse conocidos ni difundir sus propuestas masivamente. Son invisibles.

Lo que implica, a la larga, quedarse sin electores.


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