Un ejemplo admirable

“A diferencia de la solidaridad, la caridad es, en última instancia, la forma humanitaria convalidante de la exclusión social.”
Silvia Bleichmar / No me hubiera gustado morir en los ´90.
 

Cada tanto, con precisión helvética, asistimos al noble intento de resucitar ideas zombies (para retomar un gran concepto del economista Paul Krugman)

Esta vez se trata de la Ley del Buen Samaritano, una iniciativa cuyo sentido común parece irrefutable: partiendo de la base que la fecha de vencimiento de los alimentos no corresponde necesariamente a la fecha en la que dejan de ser aptos para el consumo humano, la iniciativa propone entregar esos alimentos vencidos, aunque todavía consumibles, de manera gratuita a personas de menores recursos económicos.

Los fabricantes suelen estar de acuerdo en entregar esos productos invendibles antes que destruirlos -como es su obligación- pero exigen para hacerlo que el Estado los libere de toda responsabilidad legal por las consecuencias negativas de su ingesta. Es decir, son productos inocuos pero es preferible no tener responsabilidad alguna sobre sus efectos.

Marcos Aguinis, en una columna furibunda, luego de elogiar el proyecto de ley con argumentos contundentes  (“no recibe un centavo del Gobierno, ni les quita un peso a los jubilados, ni se ensucia con medidas demagógicas”), denuncia a Néstor Kirchner por no haber aceptado hace años "librar de responsabilidad por los daños y perjuicios que pudieran producirse" a los donantes de alimentos.

Con sincera emoción elogia a la empresa Swift por regalar cientos de latitas de paté invendibles con la misma pasión con la que suele denunciar “medidas demagógicas” como los 18.000 millones de pesos de la AUH que anualmente llegan a los ciudadanos que menos tienen sin necesidad de que pierdan algún derecho para obtenerla.

Lo asombroso es el concepto detrás de tanta generosidad: para ayudar a quienes menos derechos tienen es necesario quitarles algunos más.

Como escribe Silvia Bleichmar en El Buen Samaritano y sus bemoles (ensayo incluido en el libro No me hubiera gustado morir en los ´90), “En este caso hay, sin dudas, una exclusión jurídica. Si quienes compran están sujetos a una ley, ¿por qué no podrían estarlo quienes los reciben gratuitamente? (…) la exclusión no significa sólo imposibilidad de acceso a bienes materiales sino, lisa y llanamente, diferenciación ante la ley”.

Si en lugar de obstinarse con los lujosos chalets californianos, con galerías innecesarias y excéntricos revestimientos de piedra en las fachadas, Eva Perón hubiera optado por el estándar constructivo de los containers de madera de pino que con generosa creatividad la ONG Un Techo para mi País denomina “casas”, sin duda podría haber construido muchísimas viviendas más con los mismos recursos.

Aún yendo más allá, si el Estado determinara que en el caso de la gente con menos recursos una cucha de perro equivale a una vivienda, con lo invertido en el plan PROCREAR se podría resolver el déficit habitacional del país.

El pensamiento reaccionario suele considerar que cualquiera está más capacitado para administrar recursos, incluso públicos, antes que el Estado: la Iglesia, las fundaciones de multinacionales o simples ONGs con nombres simpáticos y logos vistosos, que lanzan iniciativas realizadas con fondos que se desconocen y cuyo costo de funcionamiento se ignora. Pero sobre todo se siente cómodo en el hecho de entregar un beneficio discrecional, que depende de la buena voluntad de quien lo entrega y no del derecho de quien lo recibe.

Esa caridad disfrazada de solidaridad encierra la idea de que lo que impide resolver el drama del hambre y la pobreza es que los pobres estén amparados por las mismas leyes que los ricos. Bienvenido entonces el llanto del buen samaritano: la ampliación de derechos resiste entre las latas vencidas y las buenas intenciones reaccionarias.        .


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