No quiero ser Charlie Hebdo

Hace unos días, dos hombres armados asesinaron a 12 periodistas en la redacción del semanario parisino Charlie Hebdo. Los presuntos atacantes se presentaron como militantes islamistas que buscaban vengar las ofensas hacia el Profeta que habría propiciado el semanario satírico. Luego de lograr escapar, fueron finalmente abatidos por la policía.

En 1982 fui a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos a escuchar a Santiago Kovadloff y Graciela Fernández Meijide. En plena implosión de la Dictadura, la discusión se orientó ya no en cómo enfrentarla sino en la manera de evitar que volviera a ocurrir.

Hacia el final, alguien preguntó a Kovadloff cómo se podría “terminar definitivamente con la intolerancia en la Argentina”. El panelista se quedó pensando unos segundos y comentó: “¿Terminar definitivamente con la intolerancia? Claro, arrancarla de cuajo, extirparla de una vez y para siempre, perseguir a los intolerantes, aniquilarlos… una buena manera de enfrentar la intolerancia tal vez sea no imitar su lenguaje”, concluyó.

Para Kovadloff, la creencia en soluciones definitivas -incluso en el bienintencionado combate contra la intolerancia- parecía estar más relacionada con un pensamiento autoritario que con la complejidad de un Estado de derecho.

Recordé aquella charla cuando George W. Bush lanzó la famosa Guerra contra el Terror. Terminar definitivamente con la intolerancia o acabar con el terror son objetivos a priori difícilmente criticables, al igual que lo sería terminar con el hambre en el mundo o con el tedio de los almuerzos familiares. El problema es que la Guerra contra el Terror sólo consiguió multiplicarlo, no sólo fuera de EEUU generando muerte, destrucción e inestabilidad política en Irak, Afganistan y Medio Oriente sino también en su propio territorio. El mayor logro de los terroristas del 11 de Septiembre no fue destruir las Torres Gemelas sino conseguir que todo un país cambiara drásticamente su forma de vida y aceptara lo que hasta hacía poco parecía inaceptable.

Que el presidente de la mayor potencia de Occidente, Premio Nobel de la Paz y demócrata convencido, informara por televisión que había ordenado el secuestro y asesinato de un sospechoso y la desaparición posterior de su cadáver es, paradójicamente, la gran victoria póstuma de Bin Laden.

Mientras muchos aplaudían la decisión del presidente Obama, recuerdo que Magdalena Ruiz Guiñazú la comparó con los vuelos de la muerte de la Dictadura. Para la periodista, el terrorismo de Estado padecido en Argentina nos debía alertar sobre lo que para ella era un asesinato y una política inaceptable.

Lo notable es que la Guerra contra el Terror permitió que el presidente Obama se vanaglorie de algo que el dictador Videla nunca se atrevió a asumir.

Hace unos días, dos hombres armados asesinaron a 12 periodistas en la redacción del semanario parisino Charlie Hebdo. Los presuntos atacantes se presentaron como militantes islamistas que buscaban vengar las ofensas hacia el Profeta que habría propiciado el semanario satírico. Luego de lograr escapar, fueron finalmente abatidos por la policía.

La reacción en Francia fueron manifestaciones multitudinarias bajo el lema “Je suis Charlie” con la participación de partidos políticos, asociaciones civiles, e incluso jefes de Estado extranjeros.

Pasará algún tiempo antes de que sepamos si el ataque fue el resultado de un grupo local aislado o una operación de mayor envergadura planeada desde el extranjero para generar pánico en Francia. El primer caso sería un tema más bien policial, mientras que el segundo sería claramente político.

En todo caso la peor respuesta posible sería una nueva Guerra contra el Terror. Por eso no creo que los franceses tengan que “ser Charlie Hebdo”. Al contrario, deberían ser estrictamente lo que cada uno era antes de la masacre: entusiastas del humor del semanario, críticos de ese humor o gente sin opinión al respecto. Deberían defender con pasión la vida que llevaban y el razonable equilibrio entre seguridad y libertad que un país como Francia mantiene desde hace años.

Es decir, impedir que la fantasía de la seguridad absoluta les quite el placer de viajar, salir a cenar con su pareja, juntarse con amigos, caminar por la calle, dibujar, escribir, ir a la plaza con los hijos o discutir acaloradamente en un café sobre religión o política, como hace todo francés desde que tiene uso de razón.

Deberían hacer como Mr. Chips, el personaje creado por James Hilton, un profesor de latín de una escuela pública inglesa que se negaba a interrumpir su clase durante los bombardeos alemanes de la I Guerra Mundial. “El Kaiser Guillermo no nos impedirá traducir a Julio César”, aseguraba, en un rapto de algo más que terquedad.


COMENTARIOS