SEBASTIÁN FERNÁNDEZ

Letanías de ONG

La salida de una de las peores crisis de nuestra historia demostró la solidez de esa “dirigencia de mierda” y el límite de las ilusiones antisistema. Sin embargo, una cierta letanía antipolítica logró colarse hasta hoy. Más allá del éxito de la política tradicional, persisten lugares comunes que señalan graves fallas que al parecer debemos resolver.

Sebastián Fernández
 Hace 15 años, después de la larga agonía en la que se convirtió el breve gobierno de la Alianza, la Argentina voló por el aire y la furia ciudadana se dirigió al conjunto de los políticos a través del “que se vayan todos”. “Somos una mierda”, explicó Eduardo Duhalde, entonces senador y ex candidato derrotado en las presidenciales de 1999, haciéndose cargo de esa furia.

Por supuesto, ese “todos” sólo incluía a los políticos y dejaba indemnes al resto de los actores que también actúan en política y habían apoyado a ese modelo en llamas, como los grandes empresarios, los sindicatos, la Iglesia o los bancos. Los únicos culpables que identificábamos eran los políticos, todos los políticos.

Ese fue un momento de grandes expectativas tanto para los entusiastas de la democracia directa como para los empresarios ilusionados con fundaciones y ONGs. Sentían que los tan detestados partidos políticos podían ser reemplazados por asambleas barriales o por organizaciones de logos coloridos y financiamiento opaco.

Pero nada de eso ocurrió. La salida del incendio no fue conseguida por un Beppe Grillo local sino gracias a las decisiones de un partido tradicional liderado por un viejo político “rosquero” como Duhalde. En ese proceso de rescate, Duhalde se rodeó de otros dirigentes experimentados como Graciela Camaño, responsable de iniciativas como el gran Plan Jefas y Jefes, un “monumento al clientelismo” para cierta mirada antipolítica y un verdadero plan de emergencia social que salvó del hambre a una mayoría abandonada. Luego llegaría el turno de Néstor Kirchner, que tampoco era un recién llegado a la política, y el resto es historia conocida.

La salida de una de las peores crisis de nuestra historia demostró la solidez de esa “dirigencia de mierda” y el límite de las ilusiones antisistema. Sin embargo, una cierta letanía antipolítica logró colarse hasta hoy. Más allá del éxito de la política tradicional, persisten lugares comunes que señalan graves fallas que al parecer debemos resolver.

Casi nadie sabe, por ejemplo, en qué consiste una “lista sábana” pero es probable que muchos consideren que es algo nefasto. Lo mismo ocurre con el sistema de boletas impresas y la solución aparente del voto electrónico o la boleta electrónica, una variante que el actual oficialismo impulsa dentro del paquete de leyes bautizado “Reforma Política”.

El drama a resolver, entonces, es la protección de las boletas impresas colocadas en el cuarto oscuro- lo que obliga a cada partido a contar con fiscales en cada mesa- y la solución sería imprimirlas en el instante. El problema, como señala Carolina Ortega es si “estamos dispuestos a entregar el control de nuestros votos a una empresa privada de la cual desconocemos quiénes son sus dueños, intereses y accionistas”. Muy pocos países cuentan con voto electrónico para sus elecciones presidenciales, pero lo más relevante es que algunos dejaron de hacerlo y que incluso Alemania lo declaró inconstitucional.

Se trata de reemplazar el peligro del robo de boletas -un sistema que requiere una amplia intervención en el territorio, lo que complica un posible “fraude masivo”- por un método cifrado por unos pocos y, por consiguiente, más difícil de controlar por las mayorías. Nuestros votos ya no estarán en manos de punteros rudimentarios y fáciles de detectar, fiscales entusiastas o ciudadanos un poco cansados pero apostando a “que gane el mejor”, sino de, con suerte, programadores sofisticados o, como sucedió en las últimas elecciones porteñas, por empleados capacitados entre gallos y medianoches por holdings empresarios cuyas alianzas desconocemos.

Así como desconfiamos de nuestros políticos aún cuando sus iniciativas sacan de la pobreza a millones de ciudadanos y nos emocionamos con cualquier ONG que distribuye unos cuantos platos de sopa entre los que menos tienen, la boleta electrónica parece tener una virtud impoluta de la que su par impresa carece.

Como escribió otro crítico del nuevo sistema: “Finalmente queda la pregunta sobre qué se resuelve. No se gana en transparencia ni en aumentos de participación ciudadana, tampoco se bajan los costos. Solo se gana tiempo, negocio redondo exclusivamente para los medios de comunicación y las empresas que comercializarán las máquinas, las controlarán, actualizarán y ofrecerán otras más modernas a los dos años. Eso sí, el pueblo argentino contento.”

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