SEBASTIÁN FERNÁNDEZ

El Tai Chi de las buenas señales

A la espera de las inversiones volvemos a depender de los organismos financieros internacionales y de los vaporosos mercados mundiales. Los gobernantes del momento vuelven a ensayar sus viejos discursos sobre las terribles decisiones que se ven obligados a tomar.

Sebastián Fernández
El FMI exige la eliminación del aguinaldo para enviar el desembolso prometido”
Diario Los Andes / 14 de diciembre del 2001 
Es poco probable que los jóvenes conozcan hoy el significado del riesgo país. Tampoco deben ser muchos los que puedan decir el nombre de la titular del Fondo Monetario Internacional o del Secretario del Tesoro norteamericano.

Hace 16 años eso hubiera sido impensable. Todos, desde los chicos de la primaria hasta sus abuelos jubilados, escuchábamos hablar del riesgo país (la sobretasa que debía pagar la Argentina para acceder al crédito externo) e incluso conocíamos su valor, que cambiaba cada día. Nos lo repetían en la radio o en la cola del banco. Sabíamos que decía cada calificadora de riesgo sobre la Argentina. De la misma forma, nadie hubiera dudado en aquella época en responder que el secretario de Tesoro norteamericano se llamaba Paul O´Neill o que el titular del FMI era Horst Köhler. Esa alegre cofradía formaba parte de nuestra vida cotidiana y, en muchos casos, tenía mayor autoridad que nuestros propios funcionarios.

La política en el breve reinado de Fernando De la Rúa se trató en gran parte de “enviar buenas señales” para que llegaran “las inversiones” que generarían el inevitable círculo virtuoso. Luego de cada ronda de negociación, el ministro de Economía nos hacía llegar la buena nueva, que era luego matizada por el propio FMI. En realidad los fondos no llegarían tan pronto como pensaba el funcionario o requerían de mayores esfuerzos que los anunciados por el gobierno (como el delirante pedido de eliminación del aguinaldo, a una semana del estallido del 2001). 

Luego vino la debacle, el default, constatado más que decretado por Adolfo Rodriguez Sáa, y el salto al vacío. De ahí, la pesificación asimétrica de Eduardo Duhalde y más tarde la quita de deuda de Néstor Kirchner y el pago de la deuda al FMI para liberarse de la tutela del organismo. Eso significó el freno a una tradición de casi 30 años: la renegociación permanente de los intereses de la deuda como tarea primordial del ministro de Economía y espada de Damócles de todo gobierno.

Durante 12 años de gobiernos kirchneristas nos habituamos a que las decisiones políticas, acertadas o equivocadas, no se decidieran en función de lo que se esperaba obtener de los organismos financieros internacionales o de los vaporosos mercados mundiales, de los que estábamos radiados. Parece algo elemental pero no lo fue en nuestra historia reciente. Durante el gobierno de Carlos Menem pero aún más durante el breve gobierno de la Alianza entendimos que hay iniciativas políticas cuyo valor no reside en los supuestos beneficios que conseguirían hacia adentro sino en la imagen que darían hacia afuera. Ocurrió con la reducción del 13% de las jubilaciones, “una decisión dura pero necesaria”, pero sobre todo con la ley de flexibilización laboral, contraria a la propia plataforma de la Alianza pero que el vicepresidente Chacho Álvarez apoyó con pasión para responder a una exigencia del FMI y “dar buenas señales”. Su límite fueron las coimas para conseguir votarla, no la eliminación de derechos que implicaba.

En poco menos de 6 meses hemos vuelto 16 años atrás. El país acaba de retomar el ciclo de deuda (paradójicamente gracias al desendeudamiento del gobierno anterior, el que dejó un “país devastado”) y asistimos a la vuelta de las buenas señales y las decisiones duras pero necesarias.

Como si se tratara de una especie de gobierno Jardín de Infantes, los funcionarios de Mauricio Macri nos explican, como nos explicaban los de De la Rúa, que están obligados a tomar decisiones horribles que no quisieran tomar. Pero lo más asombroso es que volvió el juego de sombras chinas para seducir la tan esperada lluvia de dólares (poco importa que, como señaló Roberto Lavagna, con tasas de casi 38% no hay inversión productiva que resista).

Así, nuestro destino ya no depende de los aciertos de nuestros gobernantes sino de su habilidad para transmitir buenas señales a otras personas que sí tendrían la clave de nuestro progreso.

Ese Tai Chi de las buenas señales no sólo es el grado cero de la política, además de un honesto reconocimiento de insignificancia por parte de nuestros gobernantes: es el anuncio de que la única herramienta que tendremos frente a la eventual ausencia de lluvia de inversiones serán más “decisiones duras pero necesarias”.

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