Corrupción I

El truco del Estado corrupto como preludio a su desguace

“En la medida en que puedan disminuirse el poder económico y las prerrogativas del Estado, las perspectivas para el crecimiento, la eficiencia y el bienestar crecerán”. Anne Krueger / 1974

Sebastián Fernández


En un texto publicado hace dos años, el politólogo Martín Astarita propone una tesis interesante: el paradigma del “Estado corrupto” como justificación de las reformas estructurales neoliberales: “El corolario lógico de esta concepción fue la instalación de un discurso anti-política, en el que la ética pasó a ocupar el lugar de la política, signo evidente de que en primer plano figuraba la conducta de funcionarios y dirigentes políticos quedando totalmente relegada la discusión sobre proyectos económicos y sociales alternativos al neoliberalismo. Esta visión era reforzada además por la impronta tecnocrática que se estimulaba en la administración pública, con el presupuesto de que los hacedores depolíticas públicas debían ser “técnicos” libres de cualquier sesgo político”.

Aunque las denuncias de corrupción fueron una letanía persistente de la crítica conservadora contra los gobiernos populares, tal como lo señalaba Frondizi hace 50 años, su ingreso dentro de la agenda de las preocupaciones ciudadanas es reciente: correspondió al final de los 80. Paradójicamente fue Menem quién lanzó la primera cruzada contra la corrupción, calificándola ya en 1990 de “traición a la Patria”. Por supuesto esta visión conservadora sólo concibe como corrupción la que surge del sector público, dejando la del sector privado bajo el manto púdico de la búsqueda legítima de ganancias. Hace unos días, frente al escándalo de los Panama Papers, Marcos Aguinis explicó que confiaba en la honestidad de Macri ya que “siempre fue rico y no necesita dinero”. Al parecer Bernie Madoff o quienes fugan cada año miles de millones de dólares a los paraísos fiscales del mundoentero serían indigentes.

Se suele argumentar que la corrupción pública es más grave que la privada porque es “la plata de todos”. Es una explicación candorosa que presupone una muralla china imaginaria entre ambos sectores, vinculados en realidad por todo tipo de vasos comunicantes: las posiciones dominantes o los carteles (como el de las cementeras en la Argentina de los 90 o las farmacias hoy en Chile) se quedan con esas “plata de todos”.

Lo notable, como señala Astarita, es que las mismas razones morales que justificaron el desguace del Estado a principios del 90, fueron recalentadas por el gobierno de la Alianza al terminar esa década: la quiebra del Estado no se debía a los efectos nefastos de una política impulsada por el FMI y apoyada con pasión por los medios y las mayores empresas del país, sino al desenfreno de funcionarios públicos venales. La solución no era entonces política: se trataba de dejar de robar.

La oposición al kirchnerismo volvió a refritar el mismo plato: el drama de CFK no eran sus políticas sino su venalidad. El segundo paso, más complejo, fue asimilar las denuncias de corrupción al crecimiento de las prerrogativas del Estado durante la década kirchnerista. Como escribe Astarita sobre los 90, “en tal sentido, las reformas pro-mercado no eran necesarias solamente como un mandato económico sino también como un imperativo ético”. Un extraño imperativo ético que en Italia desembocó en Silvio Berlusconi (el hijo monstruoso del Mani Pulite) y en la Argentina en Mauricio Macri, ambos empresarios que consolidaron sus fortunas a la sombra de un Estado amistoso, por llamarlo de alguna manera, y que apuntalaron sus carreras denunciando la corrupción de ese mismo Estado.

Terminar con “la fiesta” de las moratorias jubilatorias, los subsidios a los servicios públicos, el aumento del empleo público o los planes como Conectar Igualdad no tendría que ver con una cierta visión política sino con un mandato económico y sobre todo, con un imperativo ético.

El escándalo de los Panama Papers complica esa visión de Heidipolitik. Asistimos a una asombrosa pirueta discursiva, digna de un gimnasta rumano, que reemplaza la indignación moral y la exigencia de castigos inmediatos, por pedidos de mesura y explicaciones sobre la estricta legalidad de las sociedades offshore (imaginemos cual hubiera sido el debate si la sociedad offshore fuera de CFK y ella todavía fuera presidenta).

Lo relevante no es constatar una vez más que “el gobierno de los decentes” es una construcción imaginaria sino insistir con un hecho elemental pero hoy dejado de lado por los medios: que un jubilado sin aportes patronales deje de recibir una jubilación, que su nieto no reciba más una laptop del Estado o que ambos dejen de viajar en un tren subsidiado no es ni un mandato económico ni un imperativo ético, es simplemente una decisión política.

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