TRANSFERENCIA DE RIQUEZA

Estado bobo, sociedad lela

Los jubilados y asalariados deben, llegado el caso, hacerse cargo de los pasivos del Galicia como en el 2001, pero no por eso el Estado puede inmiscuirse en las políticas de ese grupo, ya que, no debemos olvidarlo, se trata de recursos privados.

Sebastián Fernández
El secreto de las grandes fortunas es un crimen olvidado porque se llevó a cabo limpiamente.
Honoré de Balzac, Papá Goriot  (1834)

Una persistente letanía señala que así como un funcionario público tiene una cantidad impresionante de obligaciones que exceden incluso las que se establecen por ley y que incluyen, por ejemplo, la de evitar como el ébola la soberbia o la ambición, un dirigente empresarial no parece tener otra obligación que la de generar riqueza para sus accionistas.

Un CEO puede entonces ser soberbio y ambicioso pero sobre todo tiene el derecho a carecer de cualquier obligación hacia su propia comunidad, exceptuando la minoría que conforma su board.

El argumento central de esta visión es que unos administran nuestra plata, por lo que deben tener responsabilidades mayores, mientras que los otros gestionan recursos privados, lo que aparentemente los liberaría de éstas. En cualquier país del mundo, de esos que solemos tomar como ejemplo, el Estado interviene en la parte del león del PBI, lo que transforma la noción de recursos privados en algo al menos discutible, pero en el caso específico de la Argentina es una visión imaginaria. Nuestras grandes empresas privadas, desde Techint hasta Clarín, pasando por Aluar, Telefónica o Galicia se consolidaron al amparo de la máxima del liberalismo criollo: el Estado debe dedicarse sólo a lo esencial, proteger a las empresas de las inclemencias del mercado.

Es decir, los jubilados y asalariados deben, llegado el caso, hacerse cargo de los pasivos del Galicia como en el 2001, pero no por eso el Estado puede inmiscuirse en las políticas de ese grupo, ya que, no debemos olvidarlo, se trata de recursos privados.

Nuestras grandes empresas privadas, desde Techint hasta Clarín, pasando por Aluar, Telefónica o Galicia se consolidaron al amparo de la máxima del liberalismo criollo: el Estado debe dedicarse sólo a lo esencial, proteger a las empresas de las inclemencias del mercado.


Existen otras visiones sobre la responsabilidad de las empresas privadas hacia su entorno. Por ejemplo, cuando a principios de los años 2000 el impetuoso CEO del holding francés Vivendi pretendió concentrarse en la industria de la comunicación con sus socios norteamericanos, vender la componente de agua y medio ambiente (que había sido históricamente el negocio esencial del grupo) y migrar la empresa a EEUU, recibió el rechazo definitivo del presidente Chirac. El gobierno no consideró que se tratara de una decisión que involucrara sólo recursos privados sino que implicaba enormes responsabilidades públicas. Tenía muchas razones para pensarlo, la empresa fue creada por un decreto imperial de Napoleón III y, pese a ser privada, benefició durante más de un siglo del generoso apoyo estatal.

Menos bonapartista, el Estado argentino dejó que Techint trasladara su domicilio a las Islas Caimán a principios de los años 90, aceptando voluntariamente una pérdida de control y recursos fiscales. Como escribió Tomás Lukin: “El extenso recorrido de empresas a través de distintos países, muchas veces paraísos fiscales, es un recurso que permite alejar de las autoridades tributarias a los verdaderos dueños de las compañías y aprovechar los beneficios fiscales que ofrecen las jurisdicciones del secreto.”

Tanto el ejemplo del Estado francés como la teoría de los stakeholders sirven para demoler la candorosa (y peligrosa) idea de que existe una muralla china entre intereses públicos y privados, o que el valor de una empresa hacia la sociedad se mide por su balance.

 
Desde la estricta gestión de negocios y ya no desde lo político, existe una idea que también amplía la responsabilidad corporativa. Se trata de la Teoría de los Stakeholders, término acuñado por el filósofo R.E. Freeman, que designa a “quienes son afectados o pueden ser afectados por las actividades de una empresa”. Para Freeman la responsabilidad de una empresa no se limita a sus accionistas o incluso sus empleados, sino que incluye también a sus clientes, acreedores, proveedores e incluso al Estado y a la sociedad en su conjunto.
 
Tanto el ejemplo del Estado francés como la teoría de los stakeholders sirven para demoler la candorosa (y peligrosa) idea de que existe una muralla china entre intereses públicos y privados, o que el valor de una empresa hacia la sociedad se mide por su balance.
 
En plena época de entusiasmo corporativo y gobierno de los CEOs, olvidar esas premisas elementales nos condenaría a algo más grave que un Estado bobo: una sociedad lela.  

COMENTARIOS