ELECCIONES

Vecinos y clientelas electorales

Un análisis histórico ante las dinámicas clientelares presentes.

Rafael Gentili
Entre nosotros está muy extendida la creencia de que las ideas republicanas y liberales llegaron a las costas latinoamericanas hacia fines del siglo diecinueve y recién se plasmaron en nuestro sistema político bien entrado el siglo veinte, no sin dificultades. Sin embargo, desde hace algunos años, una corriente de historiadores latinoamericanos, entre los que se destaca Hilda Sábato, se han ocupado de recoger evidencias que demuestran que “en los albores del siglo XIX, los gobiernos independientes se fundaron sobre el principio de soberanía del pueblo y la república representativa se impuso en la mayoría de las antiguas colonias” (Sábato). Permítanme, entonces, que haga un rápido recorrido por estos “hallazgos” porque creo nos iluminan sobre algunas formas de ser de los pueblos latinoamericanos, que persisten hoy día.

Empiezo diciendo que la cuestión del ciudadano, entendido como individuo dotado de derechos, no fue ni prioritaria ni central en las primeras fases de las revoluciones hispánicas. Por el contrario, lo que prevalece son cuestiones que involucran a la colectividad, como la soberanía, la representación y la nación en tanto había necesidad de afianzarse contra un enemigo exterior no interno como fue el caso de Francia. Algunos hablan de una ciudadanía colectiva de tipo territorial cuyo titular era “el vecino”, antiguo sujeto político de las ciudades hispanoamericanas. Este derecho era, a su vez, el círculo más restringido dentro de una serie de círculos concéntricos. Lo que está en juego es “la manifestación de una identidad colectiva”.

Un caso diferente fueron las elecciones: las incipientes naciones latinoamericanas (que tuvieron como “fuente jurídica” la Constitución de Cadiz) fueron un amplio y diverso laboratorio de ensayo, con una particularidad que no se registraba en la Europa contemporánea: podía votar la mayoría de la población “de vecinos” masculina adulta y libre, incluso los indígenas. Estaban excluidos los esclavos y, en algunos casos, aquellos hombres libres que vivían en relación de dependencia (hijos solteros, sirvientes y domésticos). Salvo casos puntuales, tampoco se establecían requisitos significativos de propiedad. Sin embargo, solo una franja pequeña, aunque diversa socialmente, de los habilitados para votar ejercía este derecho. En Brasil, por su parte, se exigía una pequeña renta en propiedades o empleo para tener derecho al voto, además de los demás requisitos. Y en el Río de la Plata, las Sociedades Patriótico-Libertarias de 1811 y 1812, establecieron a sus miembros restricciones para el ejercicio del voto referidas a tener propiedad u oficio lucrativo.

De cualquier manera, el mecanismo de elección preponderante fue el voto indirecto con múltiples niveles: los compromisarios de las parroquias, los electores de parroquias, de partidos y de provincias. De esta manera, se diluía el efecto democratizante de la extensión del voto: los vecinos podían participar hasta las juntas parroquiales, para las juntas de partido y de provincia el voto era secreto, lo que implicaba que había que saber leer y escribir, lo cual reducía el universo de votantes. A la vez, para participar en las Cortes había que tener una renta.

Ahora bien, la confección de los padrones electorales estaba a cargo de las municipalidades y los párrocos. Y el proceso eleccionario también ya que ellos conformaban la “mesa electoral” de las juntas electorales en la que los vecinos se reunían para elegir a los compromisarios que los iban a representar. Cada vecino tenía que anunciar su elección ante esa mesa, sin que hubiera un proceso previo de deliberación. Así, el voto no era público pero tampoco secreto. Son los llamados “votos en junta”.

En definitiva, se estableció, según Sábato, “un criterio aristocrático en clave republicana” que apuntaba a la selección de los mejores representantes y a un proceso de deliberación racional en los sistemas de representación indirecta. La representación era una carga y no tenía por objeto reflejar la heterogeneidad social sino crear una nueva comunidad política, pero sin por ello abandonar una concepción corporativa, comunitaria de lo social.

Este criterio estaba sustentado en una separación entre esfera administrativa (a cargo de los poderes locales) y esfera política (en manos del poder central) que en los hechos no existió y que, por el contrario, en el caso de México, por ejemplo, terminó favoreciendo y fortaleciendo a las autonomías locales, incluso indígenas (municipios), por sobre el “estado nacional”, reconfigurado las relaciones de poder entre los diferentes grupos comunitarios. Fue en los municipios donde se dio la primera experiencia liberal.

Ahora bien, el acto eleccionario estaba precedido de un proceso de organización de fuerzas electorales (antecedentes directos de los partidos políticos) conformadas por grupos de votantes unidos y movilizados por la dirigencia, a través de lazos de tipo caudillezcos y clientelares, lo cual reforzaba una dinámica de relación vertical, directa entre las bases sociales y el caudillo. Los comicios, en sus diferentes instancias, fueron un terreno de disputa entre grupos militantes.

A su vez, la actividad parlamentaria y la actuación pública en general ofrecían a la dirigencia la posibilidad de comunicarse con un público más amplio de potenciales votantes, y ésta era una manera de reforzar y legitimar su autoridad. Serían los primeros esbozos de existencia de una “opinión pública”.

Sin embargo, este sistema, caracterizado por la violencia recurrente en los comicios, no aseguró el orden político. A la par comenzaban a tener mayor protagonismo las visiones unanimistas de la nación y la representación propias de las décadas centrales del siglo diecinueve. Todo ello llevó a que se hicieran cambios en los diferentes sistemas electorales, variando según el país, con un rasgo común: el poder central ajustó los controles sobre la vida electoral. Así y todo, votaba más gente que en Europa.

Más relevante quizás que el aspecto electoral era la asociación de la condición de ciudadano con la participación en las milicias ya que participaba más población en los movimientos armados que en las elecciones. Las milicias representaban al pueblo en armas y fueron, en contraposición a los ejércitos profesionales, consideradas como un pilar de la comunidad política fundada en la soberanía popular.

Las milicias estaban integradas por los mismos sujetos habilitados para votar. Estaban organizadas en cuerpos estructurados jerárquicamente, con una amplia base y una cúpula que era a la vez un mando militar y político. Hacia el interior, sus vínculos se apoyaban en un doble juego complementario: subordinación vertical y lazos horizontales de camaradería y espíritu de cuerpo.

Tenían un fuerte arraigo comunitario y escasa subordinación a los poderes centrales. Convivían con las fuerzas militares regulares y junta a ellas intervinieron en casi todos los conflictos militares de esos tiempos, ya sean internos como externos, así como en la mayor parte de las revoluciones. Solían ser movilizadas en nombre de la libertad y contra el despotismo, con lo cual su función revolucionaria era restablecer el orden violado por el tirano de turno, más que fundar un nuevo orden.

Como dice Sábato, “la vía armada de acceso al poder fue transitada muchas veces y los líderes militares tuvieron un papel muy importante en toda la región (… y) la participación en este tipo de acciones involucraba a sectores amplios de la población”.

En el caso de Brasil, por ejemplo, se conformó, en paralelo al ejército, la Guardia nacional que con el tiempo se transformó en una milicia ciudadana y, al mismo tiempo, tuvo una importancia decisiva en el proceso de construcción de una identidad nacional común entre los brasileños de diferentes orígenes sociales y procedencias territoriales, incluyendo a negros libres y libertos y también, personas de escasos recursos, labradores y comerciantes. Esto hizo que sus miembros se contaran de a miles, siendo un número similar a los habilitados a votar.

Otro aspecto relevante fue la constitución de una “esfera pública política” en algunas ciudades grandes como Buenos Aires o Lima, conformado por asociaciones de diverso tipo y fines, lo que daba cuenta de una sociedad civil vigorosa.

Con este breve resumen no pretendo agotar un rico debate en torno al complejo y contradictorio proceso de conformación de nuestras incipientes naciones. Quien este interesado en profundizar en ello le recomiendo la compilación de textos coordinada por Hilda Sábato en el libro “Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina”, editado por el Fondo de Cultura Económica. Simplemente, me pareció interesante rescatar estos aspectos de nuestra historia, ocultos durante mucho tiempo, como un antídoto ante cierta tendencia a analizar , en clave moral, las dinámicas clientelares presentes en muchos aspectos de la vida pública, a lo largo y ancho del país.

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