La política berreta

Lo más extraño es que, con frecuencia, los estrictos estándares de calidad exigidos a nuestros políticos expulsarían a muchos de quienes los exigen. Como si administrar el Estado fuera una tarea para un selecto grupo de iniciados y no para cualquiera comprometido con la función, sea tornero, cortesana, humorista, cultivador de coca o incluso (seamos tolerantes) abogado.

Dejando de lado por una vez el nazismo de Néstor, la demencia senil de CFK y la estupidez hábil de Máximo, la revista Noticias llevó adelante una gran investigación sobre la política berreta, esa que tendría a Del Sel como candidato estrella. Invitado a uno de los almuerzos de Mirtha Legrand el candidato a gobernador de Santa Fe se defendió del profundo análisis periodístico y argumentó, con razón, que ningún artículo de la Constitución le impedía hacer política. Agregó -con aún más razón y un discurso bien articulado- que su trabajo como humorista no tenía nada de reprochable.

Después, al parecer no del todo convencido por sus propios argumentos, explicó que desde hace cuatro años se viene preparando con “cursos en la universidad Di Tella”, hablando con “economistas como Melconian” y asesorándose con “un equipo técnico de más de 400 profesionales que me van llenando la cabeza”. Información que, en rigor de verdad, no tiene demasiada importancia.

La crítica a Del Sel por su falta de seriedad o su formación escasa es un buen ejemplo de lugar común reaccionario que atraviesa todas las tendencias políticas. Que “La Tota” se atreva a presentarse como candidata genera una indignación transversal.

Lo primero que sorprende es que muchos de sus críticos asimilen a Del Sel con sus personajes. Eso equivale a creer que los electores de California votaron como gobernador a un cyborg asesino venido del futuro para matar a Sarah Connor  y no a Arnold Schwarzenegger.

Pero lo más notable es que el discurso político del candidato a gobernador -plagado de otros tipos de lugares comunes reaccionarios- no difiera en esencia del que puede ostentar Michetti. Sin embargo, que lo diga Gabriela no nos genera el mismo tipo de rechazo. No sabemos cuál es su formación académica, pero cumple con los estándares de seriedad que aceptamos como válidos, más allá que critiquemos sus ideas.

No hace falta buscar muy lejos para encontrar ejemplos de políticos exitosos que carecen de esos estándares de seriedad, como el tornero Lula o el cultivador de coca Evo Morales. Tampoco los tenía otra política exitosa, Eva Perón, detestada por ser una simple cortesana (“Abofeteaba a jueces, militares, ministros y senadores, porque ella, que había sido una pobre cortesana de departamento de una pieza, había llegado a ser la matrona nacional” escribió, con su proverbial mesura, Ezequiel Martínez Estrada).

La crítica a un candidato por una supuesta falta de seriedad o por ausencia de formación cae en el mismo error de la soberbia moral, que establece la preeminencia de las cualidades personales por sobre las iniciativas de nuestros políticos. Lo relevante, lo que lo diferencia de cualquier otro candidato, son sus iniciativas y sus ideas, el país que propone y como imagina lograrlo, no lo que es.

En ese sentido, una declaración de Del Sel como la referida a la AUH (“¿Qué preferís, que una piba ignorante se embarace para cobrar una platita todos los meses y ni siquiera se den cuenta que le están arruinando la vida?"  -dicho sea de paso no muy diferente a la famosa canaleta del sobrio senador Sanz- es más relevante políticamente que discutir si sus personajes son misóginos.

Catalogar la política a partir de lo que es cada político es una idea peligrosa. Equivale a establecer categorías de gente, entre candidatos calificados y candidatos berretas. El candidato calificado encierra la idea del elector calificado. Si existen ciudadanos demasiado berretas para ser elegidos, ¿por qué no podríamos determinar lo mismo para ciertos electores?

Lo más extraño es que, con frecuencia, los estrictos estándares de calidad exigidos a nuestros políticos expulsarían a muchos de quienes los exigen. Como si administrar el Estado fuera una tarea para un selecto grupo de iniciados y no para cualquiera comprometido con la función, sea tornero, cortesana, humorista, cultivador de coca o incluso (seamos tolerantes) abogado.


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