La eucaristía del voto

“En la ciencia no hay comicio. Por ejemplo, los ángulos interiores de un triangulo suman 180º por más que toda la provincia se pronuncie en contra. No hay una asamblea para determinar las verdades científicas. Algunos creen, al revés, que en política hay una verdad científica y que los electorados aciertan o no aciertan a una verdad que es previa a la elección...”
Alejandro Dolina
Para quienes no estamos del todo convencidos de la existencia de Dios y descreemos de sus representantes en la tierra, las elecciones son nuestra eucaristía atea, el momento en el que los votos se transforman en gobernantes por la gracia de las mayorías.

Apoyo con entusiasmo todos los ritos que acompañan a las elecciones. Suelo llevarle facturas a las autoridades de mesa; torturo a mi hijo menor, como torturé a su hermana mayor, pidiéndole que me acompañe a votar; me emociono cuando aplauden a los votantes nóveles de 16 años y no dejo de asombrarme por un hecho mágico: como en la película de Sidey Lumet 12 hombres en pugna, la verdad no surge de una asamblea de sabios ni del más virtuoso de los hombres sino del simple abuso de la estadística, como escribió Borges sobre la democracia.

Ocurre que el paradigma igualitario de “un ciudadano, un voto”, choca contra el sentido común conservador que nos agobia con las ventajas de la meritocracia y el esfuerzo por sobre las terribles consecuencias de los derechos adquiridos, esos que se otorgan sin contraparte y condenan a quien los recibe a vivir del pescado regalado sin nunca aprender a pescar.

Quién participa activamente de los comicios más allá del simple voto y se esfuerza por informarse a través de publicaciones o libros- o incluso se impone la titánica tarea de leer todo un afiche del PO- buscando tener una idea sobre los candidatos que vaya más allá de su simpatía, su cónyuge o su peinado, debería, según esa línea meritocrática, tener algún tipo de premio. Su voto tendría que valer más que el del ciudadano perezoso que no se tomó otro trabajo que el de elegir a las apuradas una boleta de la pila más cercana.

Un tío mío, ya fallecido, solía defender el voto calificado como un método eficaz para terminar con el flagelo del peronismo ya que, a su entender, la ignorancia del votante era la razón del éxito populista. Lo más encomiable de su propuesta era su autoexclusión de hecho del grupo de sabios electores: habiendo cursado sólo la escuela primaria no hubiera pasado ningún filtro académico. En ese sentido mi tío era el sueño de los entusiastas de la república Tío Tom, esa en donde los poderosos, por definición los más calificados, entregan lo que les sobra a los más humildes que lo reciben con ojos húmedos y gesto agradecido.

En esa misma línea de pensamiento no es infrecuente escuchar que tal elección fue ganada gracias al “clientelismo”, una denuncia vaporosa que también apunta hacia un cierto tipo de voto calificado, aunque ya no por nivel de estudios o conocimientos, sino por patrimonio e ingresos. Según esa candorosa mirada, en nuestro país los ricos no tendrían prejuicios ni tampoco recibirían beneficios del Estado que los alentarían a votar por tal o cual candidato.

Pese a los sueños de mi tío y a la eterna alergia conservadora a las mayorías- y gracias a los radicales que a los tiros consiguieron instaurar el sufragio universal y a Perón que amplió ese extraño universal exclusivamente masculino a las mujeres- hoy votamos todos y cada voto cuenta lo mismo.

Y en cada nueva elección asistimos a la fabulosa transmutación de votos de ignorantes, planeros, pobres y canallas a la par de los de los sabios, ricos y virtuosos, en gobernantes. En cada nueva elección volvemos a comprender que no hay una verdad previa a la elección, esa que menciona Dolina, sino sólo la que devela la magia de la eucaristía del voto.


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