La eterna decadencia

“¿Conocerás el éxito, tu que vagas por los jardines públicos? Piensa en las generaciones pasadas, frecuenta la escuela, le sacaras provecho. Piensa en las generaciones pasadas, aprende de ellas.” 
Carta de un padre a su hijo adolescente
Tableta de arcilla sumeria / 1.700 A.C.
Una letanía persistente nos agobia con nuestra terrible decadencia: en un pasado no muy lejano la Argentina fue un gran país, con ciudadanos virtuosos, instituciones sólidas y un destino de gloria. Por alguna terrible calamidad- el radicalismo en un principio y el peronismo más tarde, pero siempre el populismo- ese país que estaba entre los primeros del mundo se derrumbó convirtiéndose en el África actual, esa que lamenta Marcos Aguinis, nuestro bóer nacional.
Ese mismo escritor apocalíptico rescata la Argentina del Centenario, en la que aparentemente “fuimos ricos, cultos, educados y decentes”. Una idea extraña que asocia la riqueza de un país al “equivalente monetario de una producción determinada”, como escribió Caparrós, pero sobre todo que asocia la cultura, la educación y la decencia a una época en la que el país era gobernado por un par de familias.

Aguinis sueña con una época en la que no sólo no hubiera tenido el derecho a elegir a sus representantes, como hace en este presente tan detestado, sino que tampoco hubiera podido acceder a esa riqueza que tanto añora, a menos de creer candorosamente que los Alvear, los Roca, los Mitre, los Anchorena o los Álzaga Unzué (y otros “apacentadores de vacas” como los llamaba Sarmiento) lo hubieran aceptado en su pequeño círculo, en lugar de despreciarlo como a cualquier otro rastaquouère. Una época que conocería la represión feroz de la Semana Trágica, ya bajo el gobierno electo de Yrigoyen, y la aparición de la Liga Patriótica, un refinado grupo de gente educada y decente que no sólo denunciaba a los “haraganes e inmorales” sino también a la temible “conspiración judeo-marxista”.

La maravillosa Argentina del Centenario fue también un país en caída libre para cierta visión decadentista de la época. La revista Caras y Caretas retrataba a los políticos como enanos parados en la gran urbe en la que se había transformado Buenos Aires en 1910, comparándolos a los gigantes, próceres de la revolución, parados en la Buenos Aires de 1810, casi una aldea. La Argentina dorada o al menos el país de los grandes hombres es siempre el que ya no está.

Las teorías decadentistas difieren en algunos detalles pero acuerdan en lo esencial: el país se fue hundiendo a medida que los derechos de las mayorías fueron en aumento, empezando por el sufragio universal. Lo más asombroso es que sean justamente los descendientes de los inmigrantes que lucharon por obtener esos derechos que añoren una época en la que carecían de ellos. Un hermoso sueño de Tío Tom.

Ocurre que, al parecer, estábamos mejor con menos derechos. De ahí que, por ejemplo, muchos entusiastas de las instituciones que denuncian las más nimias irregularidades electorales sigan recordando como un paraíso perdido la presidencia de Arturo Illia, elegido de manera fraudulenta con la proscripción del partido mayoritario.

Últimamente asistimos con asombro a una nueva letanía decadentista: el nestorismo antikirchnerista. La presidencia de Néstor Kirchner fue al parecer una época de fructífero diálogo y amplio consenso. El Furia, como lo apodaba Jorge Asís, fue en realidad un político tolerante y mesurado cuyo legado de armonía fue destruido por su sucesora, una presidenta desbocada.

Lo extraño es que la mayor parte de las iniciativas oficialistas que ya nadie discute (fin de las AFJP, AUH, expropiación de YPF, plan PROCREAR, Matrimonio Igualitario o incluso Fútbol Para Todos) y que consolidan el legado kirchnerista, fueron lanzadas durante los gobiernos de quién aparentemente buscó destruirlo.

Por eso, cada vez que estemos por caer en la pereza decadentista, recordemos al padre sumerio que intentaba encarrilar a su hijo adolescente con el mismo ahínco y probablemente el mismo éxito que nosotros, casi 4.000 años después.


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