Hacer política en la normalidad

En Argentina la política nacional (la local es otro tema) fue formateada en la matriz de la anormalidad: la crisis, la tragedia, la adrenalina, la refundación. Cada cambio de administración presidencial se dio en un contexto marcado por la épica autoasumida y el peligro cierto de “caer en el infierno”. En 1983 Raúl Alfonsín ganó una campaña y asumió una presidencia en una coyuntura que, aunque vivía la euforia de la recuperación democrática estaba marcada sin embargo por el debate acerca de cómo castigar a los culpables del mayor genocidio de la historia nacional; en 1989 Carlos Menem asumió en el medio de la peor hiperinflación de la historia y esto le permitió aprobar una serie de reformas económicas de gran impacto con apoyo del radicalismo en el Congreso. Luego de la reelección de Menem en el 1995 (que tampoco fue una elección normal, en un sentido, ya que fue el debut del FREPASO en las ligas mayores) vino la de 1999, para la cual la conformación de la Alianza fue explicada también en términos de una épica naciente (“la lucha contra la corrupción”) y donde también acechaba el abismo de la crisis económica que finalmente se abrió. Por supuesto, ninguna elección fue tan excepcional como la del año 2003, con un país que había sido consumido en una crisis social, económica y política sin precedentes. Pero esta elección, la del 2015, es diferente: es la primera en donde una presidente saliente deja el cargo al finalizarse su reelección sin que se respire un ambiente de crisis inminente. Hay problemas, algunos graves, claro está; pero no por un lado no hay una sensación social de que “algo hay que hacer urgente” porque sino todo vuela por los aires y, por el otro, tampoco existe un solo problema que aparezca como el más urgente de todos. Algunos votantes dirán que el mayor problema es la inflación, otros el precio del dólar, otros la cuestión de los buitres, otros la corrupción, otros la inseguridad: ninguno de estos problemas tiene la dimensión que tenía la hiperinflación en 1989, el desempleo en 1999 o la necesidad de reparar al estado en el 2003.

Paradójicamente, esta sensación de “normalidad”, para decirlo de algún modo (una normalidad que, como todo país semiperiférico de ingresos medios, incluye una agenda de constante y surtidas dificultades, muchas de ellas creadas por las soluciones dadas a problemas anteriores) no facilita sino que dificulta la tarea de los políticos argentinos, sobre todo los opositores.

En tiempos de crisis abierta, cuando la sociedad quiere antes que nada que alguien se haga cargo y haga algo, ya mismo, pero ya ya, es más fácil plantear agendas maximalistas, épicas, refundacionales. La política se reduce, en un sentido, a ver quién demuestra más autoridad, a ver quién presenta una visión de futuro más agradable en blanco y negro. “Con la democracia se cura, se come, se educa” fue la visión alfonsinista; “el país del primer mundo” la menemista; “el país sin corrupción” la aliancista y -paradójicamente-”el país normal” fue la del primer kirchnerismo.

Pero además, lo crucial es que en Argentina las crisis legitiman súbitos cambios de timón en políticas públicas. Carlos Menem seguramente no podría haber emprendido el mayor proceso privatizador de la historia ni podría haber conseguido la aquiescencia del sindicalismo sin el efecto disciplinante de la hiperinflación del 89; sin dudas Néstor Kirchner no podría haber realizado una refinanciación de la deuda ni un movimiento hacia un mayor estatismo sin la desestructuración del discurso neoliberal que posibilitó la crisis del 2001.

Pero ahora no hay crisis abierta. Y esta inexistencia de crisis vuelve inoperantes las plantillas discursivas en las que están formateados la mayoría de los dirigentes. No es posible armar un “acuerdo nacional por la defensa de la República” porque casi nadie está de acuerdo en que la República esté en riesgo. No es posible afirmar que con una sola cosa, una mágica bala de plata (“más democracia” o “más mercado” o “más estado”) se solucionarán todos los problemas. No es posible presentar una Alianza que prometa “una CONADEP de la corrupción” porque parece que el consenso social es que la corrupción existe y debe ser castigada pero no es la fuente primera y única de los problemas del país. Tampoco es posible presentar la épica de las privatizaciones y el “ramal que para, ramal que cierra” porque hoy sabemos que ni el estado es tan malo ni el mercado tan virtuoso.

En este momento es cuando las explicaciones de los políticos se vuelven más sinuosas y tediosas. Cuando hay que decir “bueno, esta cosa me gusta pero esta otra no y cambiaría esto pero dejaría esto en pie”. Cuando la conversación gira sobre el estado de las rutas y salas de salud y la Subtremetrocleta y la campaña parece no tener un sólo centro.

Esto es especialmente difícil para los partidos de la oposición. Primero, porque acá y en todo el mundo los años de normalidad favorecen a los oficialismos. Segundo, porque la oposición argentina, sobre todo cuando gobierna el peronismo, parece venir con un sólo modo de default de fábrica: denunciar el ímpetu antirepublicano del gobierno peronista de turno y esperar la catástrofe económica.

El brusco giro proto-kirchneristas de Mauricio Macri el domingo dan cuenta de esta encrucijada: un discurso que pueda explicar que esto que hizo el kirchnerismo me gusta y esto no y lo cambiaría así pero esto otro lo dejaría es un discurso adecuado para un momento de normalidad. No hay nada malo con ello y es esperable y necesario que el principal candidato opositor parta de la base de que no es necesario arrasar con todo lo hecho por el gobierno anterior para construir desde cero; así también es esperable que aporte qué cambiaría y cómo. Después de todo, el éxito de Sergio Massa en 2013 con su “ancha avenida del medio” mostró que había apetito social para esta estrategia.

El problema es que este giro discursivo debería haberse preparado y anunciado desde hace mucho antes, así como debería haberse morigerado el antikirchnerismo extremo de varios dirigentes de primera línea e intelectuales cercanos al PRO. Hoy el riesgo para Macri es alienar a algunos de sus aliados y a sus propias bases que hace sólo pocos meses veían en él otra cosa. (De hecho, Elisa Carrió hace tan sólo minutos dio un reportaje a Jorge Lanata donde avisó que “ellos son antikirchneristas y quieren ver a este gobierno preso.”) La dificultad de hacer política en la normalidad afectó también a Sergio Massa, que aunque saltó al éxito político con la fórmula de “continuar lo bueno y cambiar lo malo” pareció paradójicamente haberse convencido a principios del 2014 de que una crisis económica abierta era inminente y varió su discurso a un registro más oscuro, impugnador y tremendista.

Encontrar historias políticas para contar en tiempos normales es tal vez más difícil, porque éstas no vienen dadas y las articulaciones no son obvias. Pero de alguna manera es, también, el deber que les pide la hora histórica: la hora de al normalidad.

(Agradezco la idea de “hacer política en la normalidad” a @ErnestoSeman, que la pronunció (¿tipeó?) en una charla por Twitter.)


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