Elogio de la demagogia

El famoso sueño de Martin Luther King puede ser calificado de irrealizable e incluso de demagógico. En todo caso no fue un proyecto claro, específico, sino algo en el fondo bastante más valioso: una dirección.

Yo tengo un sueño…
Martin Luther King  (discurso del 28 de agosto de 1963)
Cada vez que algún visitante ilustre (escritor de libros de autoayuda, modelo o cantante pop) pasa por Buenos Aires y declara que esta es “la ciudad más hermosa de la tierra” no solemos tomar esa generosa impresión como una verdad estadística sino, más bien, como la elemental cortesía de un invitado.

Cuando escuchamos “Yo te amo”, por ejemplo, no nos detenemos a pensar si de verdad el rojo carmesí de los labios en cuestión tiene el color del rubí, si era razonable que el autor se sintiera desangrar al no poder conversar o si la pasión le mordía de verdad el corazón.

Lo mismo ocurre cuando eludimos una temida invitación a cenar invocando una enfermedad imaginaria: no pensamos que lo correcto sería confesarle al dueño de casa que su conversación nos adormece tanto como su cocina nos impide dormir, consideramos -con razón- que la mentira social nos protege del tedio de la cena sin agraviar inútilmente a quién propuso prepararla.

Preferimos eso al estricto respeto a la verdad de un calvinista que nos anunciase, por ejemplo, que el pastel de carne que preparamos durante toda la tarde es vomitivo, que nuestro hijo es francamente limitado o que estamos más gordos que el año pasado.

Ocurre que la cortesía -como las licencias poéticas o la mentira social- son atentados a la verdad que aceptamos de buen grado porque, en el fondo, mejoran nuestra vida, aún sabiendo que muchas veces somos nosotros quienes recibimos falsos elogios o excusas imaginarias.

Por alguna extraña razón, esa prerrogativa que reconocemos como algo útil es justamente la que solemos prohibirle a nuestros gobernantes.

Nuestros políticos, a diferencia de nuestros visitantes ilustres, nuestros artistas o nuestros conocidos con poco talento culinario, están condenados a emitir enunciados de una verdad quirúrgica desprovista de cualquier artificio.

En ese sentido, la demagogia sería una especie de mal absoluto que nos aleja de esa necesaria certeza. Es más, dentro de esa exigencia calvinista incluso la retórica debería ser sospechosa, por ser un artificio que turbia la verdad. Es algo que viene de lejos: para Aristóteles, el demagogo era quien adulaba al pueblo para, al fin y al cabo, tiranizarlo.

Pero si tomamos la precaución de eliminar la tiranía como forma de gobierno tal como hemos hecho en los últimos treinta años, ¿cuál sería el riesgo de aceptar esa adulación?

Una de las críticas a los políticos demagógicos es que proponen proyectos irrealizables, como si la frontera entre lo posible y lo imposible fuera un muro de piedra inamovible: alguna vez el sufragio universal fue un proyecto irrealizable, como lo fue también la jornada de 8 horas, la AUH y hoy lo es el “salario ciudadano”.

La función de nuestros gobernantes no es sólo la de gestionar –aunque solemos votarlos en función de los resultados de su gestión- sino también la de desplazar ese muro de piedra inamovible. Y justamente para eso sirve la demagogia, para adular nuestros propios sueños. El primer paso para concretarlos.

El famoso sueño de Martin Luther King puede ser calificado de irrealizable e incluso de demagógico. En todo caso no fue un proyecto claro, específico, sino algo en el fondo bastante más valioso: una dirección.

La ley 1420 de Educación Común estableció también una dirección, un derecho nuevo, no la realidad quirúrgica de los recursos necesarios.

La demagogia es otro de los tantos homenajes que el vicio rinde a la virtud, como escribió La Rochefoucauld sobre la hipocresía. Quien detesta la demagogia tiene, en el fondo, un problema con la política. Al menos con la política de mayorías.


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