El costo de nuestros derechos

El paro del día de ayer convocado bajo el lema “Nuestro salario no es Ganancia” es una buena excusa para introducir una dimensión desatendida en el debate político: el costo de nuestros derechos.

El paro del día de ayer convocado bajo el lema “Nuestro salario no es Ganancia” es una buena excusa para introducir una dimensión desatendida en el debate político: el costo de nuestros derechos.

Nuestra tradición jurídica liberal nos ha hecho creer que determinados derechos asociados a ciertas libertades “básicas” y por sobre todo, al derecho de propiedad, no tienen costos ya que conllevarían un no hacer por parte del Estado. El detalle es que esto no es cierto. Se gastan muchos recursos públicos, financiados con nuestros impuestos, para garantizar la libertad de comercio o de circular libremente por todo el territorio nacional, también para preservar la propiedad privada o la libertad de expresión, para poner solo algunos ejemplos.

Sin embargo, esta falacia sirve para que cuando una sociedad debate la pertinencia de tal o cual impuesto, nunca se ponga en cuestión lo que el Estado gasta en la efectiva realización de estas libertades básicas y sí otros gastos asociados a garantizar derechos sociales y económicos de los trabajadores o de los sectores más desfavorecidos.

En esta trampa suelen caer incluso los que defienden la vigencia de los impuestos cuestionados. Así, en el debate actual en torno al impuesto a las ganancias y a las retenciones agropecuarias, las voces oficiales suelen argumentar que su eliminación pondría en riesgo los gastos en servicios sociales, como la Asignación Universal por Hijo. ¿Por qué? ¿Por qué no eliminar el gasto en infraestructura vial que es indispensable para garantizar la libre circulación? ¿Por qué no suprimir el gasto de los juzgados comerciales, indispensables para garantizar la libertad de comercio ¿Por qué no reducir aun más la seguridad que, aun con dificultades, resguarda la propiedad privada?

Por supuesto que todos estos gastos son muy necesarios, e incluso insuficientes para una adecuada protección de derechos, pero en términos legales no son más necesarios o más importantes que los que se refieren al derecho a la alimentación, a la educación o la vivienda digna.

Durante la presidencia provisional de Frank Underwood, éste se enfrenta al Congreso de los EEUU por unos fondos destinados a hacer frente a los estragos provocados por catástrofes naturales (huracanes, tormentas de nieve, etc.) tan comunes en el país. Mientras congresistas republicanos y demócratas defienden la pertinencia del destino de estos recursos, él prefiere desviarlos para un plan de reactivación del empleo privado con fondos públicos, que resulta muy popular aunque no termina muy bien. En cualquier caso, el debate era sobre la finitud de los recursos no sobre el derecho a que el Estado disponga de ellos para cualquiera de estas necesidades.

Porque, como señalan Roberto Gargarella y Paola Bergallo, el punto es que “todos nuestros derechos dependen de los impuestos recaudados por el gobierno. Eso significa que no es posible pedir, al mismo tiempo, que la política reduzca los impuestos y dé garantía plena a nuestros derechos”.

Esta afirmación forma parte de la presentación al libro “El costo de los derechos. Por qué la libertad depende de los impuestos”, de los norteamericanos Stephen Holmes y Cass R. Sunstein, de lectura indispensable para todos aquellos preocupados en la gestión de los bienes públicos.

Como señalan los autores, “debería ser evidente que los derechos tienen un costo, pero en cambio la idea suena como paradoja, como falta de educación, quizás incluso como amenaza a la preservación de los derechos. Afirmar que un derecho tiene un costo es confesar que tenemos que renunciar a algo a fin de adquirirlo o conservarlo. Ignorar los costos deja convenientemente fuera del cuadro ciertas concesiones dolorosas (…) Pero el hecho de tomar conciencia de los costos no tiene por qué reducir nuestro compromiso con la protección de los derechos básicos.”.

Por el contrario, sirve para alejarnos de la tentación populista de afirmar que la solución a los problemas argentinos es que el Estado le saqué el pie de encima al hombre/mujer “que se gana la vida honestamente y no se mete con nadie”. Compartimos con Holmes-Sunstein que “no habría que tomar decisiones de política pública sobre la base de una hostilidad imaginaria entre la libertad y el cobrador de impuestos, porque si realmente fuesen enemigos, todas nuestras libertades básicas serían candidatas a la abolición”.


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