Cine y Política: Un disparo en la noche

Esta vez quisiera hablar de Un tiro en la noche (El hombre que mató a Liberty Valance, en inglés) un western que John Ford filmó en 1962 a partir de un relato corto de Dorothy M. Johnson.

“Estaba el gaucho en su pago
con toda seguridá
pero aura... ¡barbaridá!
la cosa anda tan fruncida
que gasta el pobre la vida
en juir de la autoridá.”
José Hernández / Martín Fierro
Como escribí en la columna anterior referida a El Padrino, “la política asoma en el cine sin necesidad del grueso resaltador del cine comprometido (…) Cada película, o al menos cada buena película, describe su propia idea del bien común y del ordenamiento del mundo, tan cercanas al pensamiento del realizador como al de su época.”

Esta vez quisiera hablar de Un tiro en la noche (El hombre que mató a Liberty Valance, en inglés) un western que John Ford filmó en 1962 a partir de un relato corto de Dorothy M. Johnson.

La película trata sobre  el dilema de la civilización o, más bien, sobre cómo la civilización enfrenta a la barbarie en su propio terreno. El civilizado es un abogado, Ransom Stoddard, interpretado por James Stewart, que llega a Shinbone, un pueblo del Oeste norteamericano, con las ideas de progreso de la ciudad. El bárbaro es Liberty Valance, interpretado por Lee Marvin, un forajido que junto a sus secuaces domina esa pequeña sociedad a través de la violencia y no acepta otras reglas. Entre ellos hay un personaje esencial: Tom Doniphon, interpretado por John Wayne. Es un bárbaro que Valance no logra dominar y que, como Droctulft, el guerrero lombardo que murió defendiendo Ravena, intuye que el mundo del abogado es más poderoso que el suyo, aunque no lo comprenda.

Valance humilla y provoca a Stoddart, quién descree de la violencia como manera de resolver los conflictos y no sabe usar un arma. El inevitable duelo entre ambos se resuelve, sorpresivamente, a favor del abogado. La muerte del bárbaro transforma a Stoddart en “el hombre que mató a Liberty Valance” y abre las puertas a la civilización: en pocos años, el pueblo se transforma en una ciudad próspera y el abogado es elegido senador.

Al inicio de la película, el senador, ya anciano, vuelve al pueblo para acudir al funeral del bárbaro Doniphon. Al final, confiesa lo que todos sospechamos: el tiro en la noche que mató a Valance no fue de él, sino de Doniphon.

Una visión candorosa podría creer que para Ford, el fin justifica los medios, ese lugar común de los aforismos. En realidad, para Ford, no se trata de un absoluto, sino de aceptar que ese fin justifica ese medio. Podemos imaginar que si Stoddart, con la ayuda de Doniphon, hubiera matado a la mitad de los habitantes del pueblo con el objetivo virtuoso de implantar con éxito la civilización, o si simplemente hubiera reemplazado a Valance por otro forajido, la opinión de Ford no hubiera sido la misma.

Ocurre que la visión de Ford es civilizada antes de ser legalista. Con algún desencanto (no olvidemos que la película es de principios de los 60) acepta que el progreso bien vale un crimen, algo que Sarmiento, un contemporáneo de Stoddart, hubiera suscripto sin titubear.

En ese sentido, la ley en la que cree Stoddart no es la que denuncia Martín Fierro en la cita del inicio de esta columna. En la obra de José Hernández la legalidad, o más bien sus representantes, carecen de legitimidad. Como escribe Carlos Gamerro en “Facundo o Martín Fierro”:“No deja de ser llamativo que, tanto en Martín Fierro como en otras obras escritas a su sombra, como Juan Moreira, las injusticias las cometan siempre el juez de paz, el comandante de campaña, el almacenero, es decir, los representantes de las instituciones y el comercio burgueses, pero nunca el terrateniente, nunca el patrón.”

Al contrario, la visión de Ford es apasionadamente sarmientina: el mismo maniqueísmo que cree que la civilización sólo puede florecer terminando con la barbarie, y la misma confianza no sólo en los representantes de la legalidad, como el senador que mató al forajido, sino también en esas instituciones burguesas tan despreciadas por Hernández, como los pequeños comerciantes o jueces de paz.

El sueño de Sarmiento, un país de farmers antes que uno de latifundistas, no parece muy alejado de Shinbone, el pueblo convertido en ciudad gracias al progreso y a un crimen.


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