La extraña virtud de la alternancia

Una letanía persistente señala a la alternancia en la política como La Virtud, así, con mayúsculas. Se hace referencia a ella no como la posibilidad que nos ofrecen las elecciones de decidir cambios por la mayoría sino como una característica positiva en sí. Es más, para algunos se trataría incluso de la esencia de la democracia.

La extraña virtud de la alternancia.

Una letanía persistente señala a la alternancia en la política como La Virtud, así, con mayúsculas. Se hace referencia a ella no como la posibilidad que nos ofrecen las elecciones de decidir cambios por la mayoría sino como una característica positiva en sí. Es más, para algunos se trataría incluso de la esencia de la democracia.

El discurso opositor parece enamorado de esta magnificación. La alternancia per se aportaría lo necesario para evitar la corrupción, el enriquecimiento ilícito, las prebendas. En fin: que la cosa pública no se transforme en cosa privada. De lo que se trataría, en síntesis, sería de evitar como el ébola el riesgo del gobernante que se enquista en el poder (para utilizar una muy exitosa metáfora de anatomía patológica).

De tan virtuosa, la glorificación de la alternancia logra lo que pocos: que se tilde a un largo gobierno democrático de monarquía o dictadura, obviando el detalle del voto periódico de una mayoría que lo revalida.

Lo extraño de la cuestión es que la alternancia como cura preventiva contra el poder enquistado sólo es valorada en el caso del Poder Ejecutivo, preferentemente nacional. El resto de los factores de poder no sólo no ve la alternancia como un valor en sí sino que valora todo lo contrario, la continuidad.

Ninguna junta de accionistas votaría en contra de la continuidad de un CEO exitoso para beneficiarse de algo tan intangible como la alternancia. Al contrario, los buenos resultados suelen ser una buena razón para esperar más buenos resultados.

Un CEO recibe el mandato de sus accionistas al igual que un presidente de sus electores. Las decisiones de un CEO enriquecen o empobrecen a sus accionistas de forma comparable a las decisiones de un presidente con sus representados. Ambos disponen de un gran poder discrecional delegado y pueden padecer la tentación de usar los recursos de los accionistas-electores en beneficio propio, pero sólo uno tiene un freno legal a su continuidad.

La Iglesia Católica elige a su representante máximo- con rango de Jefe de Estado- a perpetuidad, delegando en Dios el término de su mandato.

Algo similar ocurría con los jueces de la Corte Suprema. Aunque siendo el nuestro un Estado laico ya no era Dios quien estipulaba el fin de su mandato sino la biología. Hoy existe el límite de una edad máxima, pero la idea sigue siendo la misma: privilegiar la continuidad y la experiencia por sobre la alternancia.

Tampoco los senadores o diputados tienen un límite de mandatos, como tampoco lo tienen esos expertos en estructuras enquistadas como son los rectores de universidades.

No permitir la continuidad de un Jefe de Estado limita su discrecionalidad y sus eventuales abusos pero también nos hace perder los beneficios de una experiencia exitosa. Si la presidencia fue fallida, ¿no podemos suponer que pocos la querrían prolongar?.

En la mesa del Poder, donde el presidente discute con empresarios, dueños de medios, representantes de la Iglesia, sindicalistas, embajadores o jueces, el único cuya continuidad está limitada es justamente el único que votamos. La razón es que tememos al tirano perpetuado por los votos, aunque nuestra historia sea avara en tiranos democráticos y prolífica en dictadores que nadie votó.

Hasta la reforma de 1994, nuestra Constitución preveía un mandato no renovable. Nuestros constituyentes parecían temerle más a los riesgos que podrían generar dos períodos consecutivos de un mismo presidente que a la pérdida de los beneficios de prolongar una presidencia exitosa.

Mientras limitamos su continuidad y los juzgamos cada dos años en base a los resultados coyunturales, solemos exigir que nuestros gobernantes tengan una visión de largo plazo. Es decir, que construyan futuro limitando su presente y que no hagan hincapié en esa coyuntura que decidirá nuestro voto y su continuidad (en ese sentido es asombroso que a nadie se le haya ocurrido la idea de limitar los mandatos presidenciales a un solo día).

La magnificación de la alternancia como esencia de la democracia no deberían limitar los entusiasmos, los deseos y la libertad de elección del verdadero protagonista de esa misma democracia, el ciudadano.


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